Madame Bovary

Vargas Llosa

Emma Bovary

Madame Bovary (1991). Claude Chabrol

La rebeldía, en el caso de Emma, no tiene el semblante épico que en el de los héroes viriles de la novela decimonónica, pero no es menos heroica. Se trata de una rebeldía individual y, en apariencia, egoísta: ella violenta los códigos del medio azuzada por problemas estrictamente suyos, no en nombre de la humanidad, de cierta ética o ideología. Es porque su fantasía y su cuerpo, sus sueños y sus apetitos, se sienten aherrojados por la sociedad, que Emma sufre, es adúltera, miente, roba, y, finalmente, se suicida. Su derrota no prueba que ella estaba en el error y los burgueses de Yonville-l'Abbaye en lo cierto, que Dios la castiga por su crimen, como sostuvo en el juicio Maitre Sénard, el defensor de la novela (su defensa es tan farisea como la acusación del Fiscal Pinard, secreto redactor de versos pornográficos), sino, simplemente, que la lucha era desigual: Emma estaba sola, y, por impulsiva y sentimental, solía equivocar el camino, empeñarse en acciones que, en última instancia, favorecían al enemigo (Maitre Sénard, con argumentos que debió poner en su boca el propio Flaubert, aseguró en el juicio que la moraleja de la novela es: los peligros de que una muchacha reciba una educación superior a la de su clase). Esa derrota, fatídica por las condiciones en que se planteaba el combate, tiene ribetes de tragedia y de folletín, y ésa es una de las mezclas a las que yo, envenenado, como ella, por ciertas lecturas y espectáculos de adolescencia, soy más sensible.

Pero no es sólo el hecho de que Emma sea capaz de enfrentarse a su medio —familia, clase, sociedad—, sino las causas de su enfrentamiento lo que fuerza mi admiración por su inapresable figurilla. Esas causas son muy simples y tienen que ver con algo que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra. Las ambiciones por las que Emma peca y muere son aquellas que la religión y la moral occidentales han combatido más bárbaramente a lo largo de la historia. Emma quiere gozar, no se resigna a reprimir en sí esa profunda exigencia sensual que Charles no puede satisfacer porque ni sabe que existe, y quiere, además, rodear su vida de elementos superfluos y gratos, la elegancia, el refinamiento, materializar en objetos el apetito de belleza que han hecho brotar en ella su imaginación, su sensibilidad y sus lecturas. Emma quiere conocer otros mundos, otras gentes, no acepta que su vida transcurra hasta el fin dentro del horizonte obtuso de Yonville, y quiere, también, que su existencia sea diversa y exaltante, que en ella figuren la aventura y el riesgo, los gestos teatrales y magníficos de la generosidad y el sacrificio. La rebeldía de Emma nace de esta convicción, raíz de todos sus actos: no me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora. Hay sin duda una quimera en el corazón del destino ambicionado por Emma, sobre todo si se lo convierte en patrón colectivo, en proyecto humano. Ninguna sociedad podrá ofrecer a todos sus miembros una existencia semejante, y, de otra parte, es evidente, para que la vida en comunidad sea posible, que el hombre debe resignarse a embridar sus deseos, a limitar esa vocación de trasgresión que Bataille llamaba el Mal. Pero Emma representa y defiende de modo ejemplar un lado de lo humano brutalmente negado por casi todas las religiones, filosofías e ideologías, y presentado por ellas como motivo de vergüenza para la especie. Su represión ha sido una causa de infelicidad tan extendida como la explotación económica, el sectarismo religioso o la sed de conquista entre los hombres. Al cabo del tiempo, sectores cada vez más amplios —ahora hasta la Iglesia— han llegado a admitir que el hombre tenía derecho a comer, a pensar y expresar sus ideas libremente, a la salud, a una vejez segura. Pero todavía, como en los tiempos de Emma Bovary, se mantienen los mismos tabúes —y en esto la derecha y la izquierda se dan la mano— que umversalmente niegan a los hombres el derecho al placer, a la realización de sus deseos. La historia de Emma es una ciega, tenaz, desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca ese derecho.

Madame Bovary (1949). Vicente Minnelli

El sexe i els diners

El tratamiento de lo sexual en la narrativa es uno de los más delicados, tal vez el más arduo junto con lo político. Como en ambos asuntos existe para el autor y para el lector una carga tan fuerte de prevenciones y convicciones, es dificilísimo fingir la naturalidad, "inventar" esas materias, darles autonomía: invenciblemente se tiende a tomar partido por o contra algo, a demostrar en vez de mostrar. Así como, según ciertos teólogos, por la bragueta se suelen ir más hombres al infierno, gran número de novelas se precipitan a la irrealidad por el mismo sitio. En ningún otro tema es tan patente la maestría de Flaubert como en la dosificación y distribución de lo erótico en Madame Bovary. El sexo está en la base de lo que ocurre, es, junto con el dinero, la clave de los conflictos, y la vida sexual y la económica se confunden en una trama tan íntima que no se puede entender la una sin la otra. Sin embargo, para sortear las limitaciones de la época (el siniestro puritanismo de sotana del Segundo Imperio llevó al banquillo a los dos grandes libros de su tiempo: Madame Bovary y Les Fleurs du Mal) y la amenaza de irrealidad, el sexo está presente a menudo de manera emboscada, bañando los episodios desde la sombra de sensualidad y malicia (Justin contempla tembloroso las prendas íntimas de Madame Bovary, Léon adora sus guantes, Charles una vez muerta Emma desahoga sus ansias en los objetos que a ella le hubiera gustado poseer), aunque, a veces, irrumpe triunfal: inolvidable escena de Emma desanudándose los cabellos como una consumada cortesana ante Léon, o cuidando su persona para el amor con el refinamiento y la previsión que debió tener la egipcia Ruchiuk Hânem. El sexo ocupa un lugar central en la novela porque lo ocupa en la vida y Flaubert quería simular la realidad. A diferencia de Lamartine, no disolvió por eso en espiritualidad y lirismo lo que es también algo biológico, pero tampoco redujo el amor a esto último. Se esforzó en pintar un amor que fuera, de un lado, sentimiento, poesía, gesto, y, del otro (más discretamente), erección y orgasmo.

Madame Bovary, home

La tragedia de Emma es no ser libre. La esclavitud se le aparece a ella no sólo como producto de su clase social —pequeña burguesía mediatizada por determinados medios de vida y prejuicios— y de su condición de provinciana —mundo mínimo donde las posibilidades de hacer algo son escasas—, sino también, y quizá sobre todo, como consecuencia de ser mujer. En la realidad ficticia, ser mujer constriñe, cierra puertas, condena a opciones más mediocres que las del hombre.

Pero Emma es demasiado rebelde y activa para contentarse con soñar una revanche vicaria, a través de un posible hijo varón, de las impotencias a que la condena su sexo. De modo instintivo, a tientas, combate esa inferioridad femenina de una manera premonitoria, que no se diferencia mucho de ciertas formas elegidas un siglo más tarde por algunas luchadoras de la emancipación de la mujer: asumiendo actitudes y atavíos tradicionalmente considerados como masculinos. Feminista trágica —porque su lucha es individual, más intuitiva que lógica, contradictoria porque busca lo que rechaza, y condenada al fracaso—, en Emma late íntimamente el deseo de ser hombre. Es más que una simple casualidad, por eso, que, en sus visitas al castillo de la Huchette, la residencia de su amante, juegue a ser varón —"elle se peignait avec son peigne et se regardait dans le miroir a barbe"— e, incluso, en un acto fallido que un analista rotularía como característico de la nostalgia" de falo, acostumbre ponerse entre los dientes "le tuyau d'une grosse pipe" de Rodolphe. No es la única ocasión en que aparecen en vida de Emma gestos que transparentan una inconsciente voluntad de ser hombre. Su biografía está llena de detalles que hacen de esta actitud una constante desde su adolescencia hasta su muerte. Uno de ellos es la indumentaria. Emma acostumbra dar a su atuendo un toque masculino, usar prendas varoniles, lo que, por lo demás, resulta atractivo para los hombres que la rodean. Cuando Charles la conoce, en la granja de Bertaux, observa que la muchacha "portait, comme un homme, passé entre deux boutons de son corsage, un lorgnon d'écaille". En el primer paseo a caballo con Rodolphe, es decir el día que comienza su liberación de las trabas del matrimonio, Emma está tocada simbólicamente con "un chapeau d'homme". A medida que progresan sus amores con Rodolphe y ella se vuelve más audaz e imprudente, comienzan a multiplicarse estos signos exteriores de su identificación con lo viril: como para "escandalizar al mundo", dice el narrador, Emma se pasea con un cigarrillo en la boca, y un día la vemos bajar de L'Hirondelle "la taille serrée dans un gilet, a la façon d'un homme": ese chaleco masculino resulta tan inconcebible que aquellos que dudaban de su infidelidad "ya no dudaron más".

Emma está siempre condenada a frustrarse: siendo mujer, porque la mujer es en la realidad ficticia un ser sometido al que está vedado el sueño y la pasión; siendo hombre, porque sólo puede conseguirlo volviendo a su amante un ser nulo, incapaz de despertar en ella la admiración y el respeto por esas virtudes supuestamente viriles que no halla en su marido y que busca en vano en el adulterio. Ésa es una de las contradicciones irresolubles que hacen de Emma un personaje patético. El heroísmo, la audacia, la prodigalidad, la libertad son, aparentemente, prerrogativas masculinas; sin embargo, Emma descubre que los varones que la rodean —Charles, Léon, Rodolphe— se vuelven blandos, cobardes, mediocres y esclavos apenas ella asume una actitud "masculina" (la única que le permite romper la esclavitud a que están condenadas las de su sexo en la realidad ficticia). Así, no hay solución. Ese horror a tener una hija, tan criticado por los bienpensantes, es un horror a traer un ser femenino a un mundo donde la vida para una mujer (como ella, al menos) es sencillamente imposible.

L’estil indirecte lliure

El gran aporte técnico de Flaubert consiste en acercar tanto el narrador omnisciente al personaje que las fronteras entre ambos se evaporan, en crear una ambivalencia en la que el lector no sabe si aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente: "Où donc avait-elle appris cette corruption, presque immatérielle à forcé d'être profonde et dissimulée?" ¿Quién es el sujeto que piensa? ¿Es el relator invisible o Léon Dupuis el autor de esta inquietante interrogación sobre la naturaleza de Emma? La astucia consiste en haber recortado la omnisciencia del narrador; ya no lo sabe todo, tiene dudas, su poder ha disminuido tremendamente, es idéntico al de un personaje. Y como hay un personaje —Léon Dupuis— que, según el contexto, percibe y sufre cada vez más la "corrupción" de Emma, el lector tiene la impresión de que se ha producido la transubstanciación, que es tal vez Léon y no el relator invisible quien se hace la pregunta.

Es un estilo empleado para narrar siempre la intimidad (recuerdos, sentimientos, sensaciones, ideas) desde adentro, es decir, para avecindar lo más posible al lector y al personaje. Antes de Madame Bovary la novela incluía los monólogos, por supuesto. En determinados momentos los personajes se hablaban a sí mismos y se contaban lo que sentían, pensaban o recordaban. En eso estriba la diferencia: se hablaban, no se pensaban. Aun cuando el narrador acote "Fulano pensó" y luego se retire de la narración, lo que queda en el relato es una voz, un personaje recitando, teatral, su vida interior, describiendo desde afuera, mediante un discurso lógico —que rara vez se diferencia gramatical o conceptualmente del de los diálogos— su vida subjetiva. El estilo indirecto libre, al relativizar el punto de vista, consigue una vía de ingreso hacia la interioridad del personaje, una aproximación a su conciencia, que es tanto mayor por cuanto el intermediario —el narrador omnisciente— parece volatilizarse. El lector tiene la impresión de haber sido recibido en el seno mismo de esa intimidad, de estar escuchando, viendo, una conciencia en movimiento antes o sin necesidad de que se convierta en expresión oral, es decir, siente que comparte una subjetividad. El método del que se vale Flaubert para lograrlo es un uso sabio de los tiempos verbales y, sobre todo, de la interrogación. He aquí un ejemplo en el que se describe la dicha que constituyó para Charles su matrimonio con Emma; el estilo indirecto libre hace que toda la descripción parezca (¿sea?) un monólogo silencioso del propio Bovary:

“Jusqu'á présent, qu'avait-il eu de bon dans l'existence? Était-ce son temps de collège, où il restait enfermé entre ces hauts murs, seul au milieu de ses camarades plus riches ou plus forts que lui dans leurs classes, qu'il faisait rire par son accent, qui se moquaient de ses habits, et dont les mères venaient au parloir avec des pâtisseries dans leur manchon? Était-ce plus tard, lorsqu'il étudiait la médecine et n'avait jamais la bourse assez ronde pour payer la contredanse à quelque petite ouvrière qui fût devenue sa maitresse?”

La crítica ha señalado que el estilo indirecto libre consiste en un empleo particular del imperfecto, que es un uso maquiavélico de este tiempo verbal el que traslada la narración insensiblemente del mundo exterior al mundo interior y viceversa. La forma interrogativa es casi siempre un recurso complementario para facilitar ese desliz de un plano a otro, para que la muda de narrador omnisciente a narrador-personaje sea inadvertida, no provoque cesuras en el relato. Por lo demás, el imperfecto tampoco es absolutamente indispensable; en ciertos casos, para representar la vida mental del personaje sólo un instante, como un relámpago, basta la supresión del verbo: "Le père Rouault n'eût pas été faché qu'on le débarrassât de sa filie, qui ne lui servait guère dans sa maison. II l'excusait intérieurement, trouvant qu'elle avait trop d'esprit pour la culture, métier maudit du ciel, puisqu'on n'y voyait jamais de millionaire". No hay ninguna duda que quien habla, al principio y al fin de la cita, es el narrador omnisciente, que es el relator invisible quien describe lo que el père Rouault pensaba de su hija. En el párrafo hay un proceso de acercamiento a la conciencia del personaje. La primera frase es distante, el narrador describe algo que sabe y eso que sabe está lejos de él. En cambio, en la segunda frase el personaje está más cerca del relator invisible y del lector (la clave es el adverbio intérieurement), ¿y acaso la frase que he subrayado no parece una exclamación pensada por el propio père Rouault? Pero no, desde luego, su conclusión ("puisqu'on n'y voyait jamais de millionaire") donde es claro que vuelve a hablar el narrador omnisciente. La prosa de Madame Bovary debe al estilo indirecto libre su calidad plegable, extensiva y reductiva, que le permite efectuar todas esas mudas en el espacio y en el tiempo sin que se alteren el ritmo y la unidad narrativas. El discurso indirecto libre es lógico. Más tarde Joyce romperá esas normas lógicas para dar un equivalente más aproximado de la vida mental, creando lo que se ha llamado el stream of consciousness. Esto no hubiera sido posible, sin duda, sin la invención flaubertiana. El estilo indirecto libre significó el primer gran paso de la novela para narrar directamente el proceso mental, para describir la intimidad, no por sus manifestaciones exteriores (actos o palabras), a través de la interpretación de un narrador o un monólogo oral, sino representándola mediante una escritura que parecía domiciliar al lector en el centro de la subjetividad del personaje.

Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary. Alfaguara.