Joan Fuster Breve recuerdo de Huxley
Breve recuerdo de Huxley
Joan Fuster
¿Se lee todavía a Aldous Huxley? ¿Poco, mucho? Me lo pregunto, ahora, al hojear por enésima vez su Contrapunto. Creo que Contrapunto es una de las grandes novelas del siglo xx: una de las diez o doce realmente importantes, que, si me pongo a contar en serio, quizá ni siquiera llegan a tantas. Yo me quedaría con La montaña mágica, de Thomas Mann; con el Ulises, de James Joyce; con El proceso —¿o El castillo?—, de Franz Kafka; con El hombre sin cualidades, de Robert Musil; el libro de Huxley completaría la lista. A lo sumo añadiría Los mandarines, de Simone de Beauvoir. La selección, o preferencia, si se quiere, parecerá arbitraria, aunque no más que cualquier otra, desde luego. En todo caso, podría defenderse con razones sólidas. ¿Estrictamente "literarias»? La verdad es que eso que llamamos «literatura» —y que nadie sabe dónde empieza y dónde acaba— es algo para hablar largo y tendido, y sin demasiadas esperanzas de que fuese también hablar claro. Las obras que destaco, en apariencia, nada o casi nada tienen en común. Bueno, tienen en común el ser unos excepcionales ejercicios de inteligencia.
¿No lo es también un volumen cualquiera de Proust, por ejemplo? No diré que no. ¿Y...? No pretendo ser dogmático ni exhaustivo respecto del particular. Intento, sencillamente, subrayar que, en medio del fárrago de narraciones que ha producido lo que llevamos de Novecientos, destacan por su «lucidez» los papeles citados, y pocos más. El resto no deja de ser apasionante, a menudo, por otros motivos, y no entra en mi propósito desdeñarlo. Me atengo sólo a la virtud, notoriamente insólita, de una especie u otra de «lucidez» dialéctica proyectada sobre problemas básicos de la aventura histórica del hombre. Y, por supuesto, en esa línea, convendría colocar otros títulos, de menor envergadura: de Malraux, de Sartre, de Camus, para no salir del vecindario francés. Mi predilección por Huxley, de todos modos, va por delante. Y no únicamente por su Contrapunto: sus novelas subalternas son, siempre, hasta el último y más banal relato, un deslumbrante juego de ideas. Y eso es lo que me atrae. ¿Deformación profesional? No lo negaré. Pero cada cual pide lo suyo a sus lecturas ...
Mi admiración por Aldoux Huxley es, a pesar de todo, muy limitada. En un juicio último, no resulta un autor demasiado «recomendable»: flirteó con el moralismo torvo de Tolstoi, tuvo temporadas de afición a los alucinógenos, terminó aficionándose a los místicos orientales y occidentales, o sea, que constituye el paradójico espectáculo del escritor más límpidamente «racionalista» hundido en las tentaciones del «irracionalisrno» más reaccionario. Más conocido que Contrapunto es Un mundo feliz; y Un mundo feliz no es sino una visión deprimente del futuro de la humanidad utópica montada sobre la ciencia y su tecnología. Su crítica de ese «futuro» era bastante certera en algunos aspectos. Pero, al mismo tiempo, y con los mismos argumentos, se convertía —arma de dos filos, y no sólo suya— en un aberrante retorno al paleolítico presuntamente idílico. ¿Se lee, hoy, Un mundo feliz? ¿Y «cómo» es leído? Porque ese «mundo feliz» está a la vuelta de la esquina, con todos sus riesgos. Ahí están las farmacias, los Estados —que, ya por ser Estados, tienden a ser totalitarios—, las máquinas, incluso los tiernos electrodomésticos, y las infernales ibeemes, y los aparatos burocráticos públicos o privados. Huxley no encontró finalmente otra alternativa que dedicarse al budismo y drogarse, o, de paso, imaginar una vida agropecuaria, personal y fanática.
Pero yo no iba por ahí. Huxley, como «ideólogo», perdió el tiempo. No puede gustar a unos ni a otros: ni a los empeñados en la lucha de clases —si quedan algunos—; ni a los tejemanejes de las multinacionales. Y no es porque las ignorase. Un lector atento de sus narraciones y de sus ensayos debe separar la paja del trigo, y saca conclusiones sensatas. Huxley nunca ignoró la lucha de clases, y las páginas de Contrapunto son una implícita lección acerca del tema. En esta novela y en todas las demás, Huxley busca sus personajes entre una fauna ambigua, entre aristocrática, académica y parasitariamente intelectual. El proletario no tiene sitio en ellas. Como no lo tiene en las de Proust, en las de Mann, en las de Kafka, en las de Musil o en las de Beauvoir: los proletarios no sirven como protagonistas de novelas o de comedias. Ya lo observó Bernard Shaw: una conversación de obreros, puesta en escena, o no interesa a los públicos de la platea, o les molesta. La comedia —como la novela— empieza cuando la gente ya dejó de trabajar: con el jornal ganado, con la plusvalía del jornal, o con las rentas del latifundio. El «trabajo» no es, en sí, materia literaria: lo es lo que lo precede o lo sigue. Ni siquiera Dickens ni Zola (e. g.) lograron escribir novelas con el «trabajo». La "literatura» se nutre de ociosos: de madame Bovary, de Jorge Sorel, de Edipo, del Cid o de Tirant lo Blanc, de Antígonas y Lysístraras, de ... De don Quijote y Sancho, de Hamlet, de la Dama de las Camelias ...
Las novelas, y las comedias «ocurren» mientras sus gentes no trabajan: es entonces cuando se pelean, fornican, discuten, asesinan, hacen guerras, se divierten, conspiran; se suicidan, componen poemas ... Contrapunto es eso, y eso es la Montaña mágica, y son eso todo Proust, y Kafka, y Los mandarines, y el Ulises, y lo restante, que es mucho o casi todo, sin descartar la respetable producción de mi paisano don Rafael Pérez y Pérez. Hace años que no he releído Los mandarines de la señora Beauvoir. Pero no recuerdo de esta novela ninguna escena de restaurante donde se explique quién paga la cuenta. En el mundo narrativo de Huxley, el problema del dinero no importa: se da por supuesto que sus personajes —algunos— son ricos. Como en Proust. Y, ¡ay!, son los ricos 0 los paniaguados de los ricos quienes pueden disertar sobre todo lo divino y lo humano. El salario es incompatible con la ficción literaria. Y ello, hasta en la misma literatura soviética a nuestro alcance. Contrapunto, como las demás novelas aludidas de paso, es un modelo de esta contradicción. ¿Y que decir de Settembrini y Naphta, los charlatanes de La montaña mágica? ¿Y de qué viven los atribulados ejemplares kafkianos? ¿Y los Tres mosqueteros, que eran cuatro? ... Huxley, por lo menos, lo advertía. (Diario de Valencia, 18 d' agost de 1981)
Ferran Carbó (ed.), Joan Fuster, viciós de la lectura. PUV.